Os lugares-comuns, as frases feitas, os bordões, os narizes-de-cera, as sentenças de almanaque, os rifões e provérbios, tudo pode aparecer como novidade, a questão está só em saber manejar adequadamente as palavras que estejam antes e depois.
José Saramago
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
«Devo dizer que detesto entrar em todas essas discussões – cortou ele. – É possível amar a humanidade sem fé em Deus, não acha? Voltaire não tinha fé, mas gostava da humanidade, não é? (“Outra vez, outra vez!”, pensou)
– Voltaire tinha fé em Deus, mas, ao que parece, pouca, e também amava pouco a humanidade, ao que parece – disse Aliocha baixinho e com reserva, de modo muito natural; parecia estar a falar com uma pessoa da mesma idade, ou mesmo alguém mais velho. Esta aparente incerteza sobre Voltaire da parte de Aliocha, que parecia confiar a arbitragem desta questão a ele, o pequeno Kólia impressionou-o.
– O Kólia já leu Voltaire? – perguntou Aliocha.
– Nem por isso… Enfim, li o Cândido numa tradução russa… uma tradução antiga, feia, ridícula… (Outra vez, outra vez!)
– E compreendeu?
– Oh sim, compreendi tudo… aliás… por que é que o senhor acha que eu não seria capaz de compreender? É claro que há lá muitas obscenidades… Evidentemente, posso compreender que é um romance filosófico, escrito para exprimir a ideia de … – Kólia estava já completamente baralhado. – Sou socialista, Karamázov, sou um socialista irremediável – soltou sem mais nem menos.
– Socialista? – Aliocha riu-se. – Mas como teve tempo para isso? Se não me engano, tem apenas treze anos, não?
Kólia fez uma careta.
– Em primeiro lugar, não tenho treze mas catorze, dentro de duas semanas faço anos – corou todo. – Em segundo lugar, não compreendo o que isso tem a ver com a minha idade? O que importa são as minhas convicções e não a minha idade, não é?
– Quando for mais velho verá por si a importância que a idade tem para as convicções. Além disso, tenho a sensação de que o Kólia repete palavras alheias – respondeu calma e modestamente Aliocha, mas Kólia interrompeu-o com ardor.
– Por amor de Deus, o que o senhor defende é a obediência e o misticismo. Tem de concordar, por exemplo, que a religião cristã serviu apenas para que os nobres e os ricos mantivessem na escravidão a classe inferior, não é verdade?
– Ah, agora já sei onde leu isso! E alguém lhe deve ter também ensinado essas coisas! – exclamou o Aliocha.
– Desculpe, por que acha que o li? E ninguém me ensinou nada. Eu próprio posso… Além disso, se quiser, não tenho nada contra Cristo. Era uma personalidade bastante humana e, se vivesse nos nossos tempos, juntar-se-ia aos revolucionários e talvez desempenhasse um papel de destaque… é indubitável, até.» (pp. 266 – Vol. II)
Os Irmãos Karamázov [Brátia Karamázovi], Fiódor Dostoiévski (Tradução de Nina Guerra e Filipe Guerra, Ed. Presença)